Desconozco el original nipón y me alegro, pues así puedo juzgar este aparatoso espectáculo visual sin prejuicios ni expectativas. Las comparaciones siempre son odiosas y, por lo general, inútiles como consejeras críticas. De modo que, al margen de precedentes animados y condicionantes varios, hay que decir que Alita es un buen espectáculo pirotécnico que, en contra de lo que la presencia de James Cameron parecía garantizar desde la producción, respira un cierto aire retro, como de sofisticadísima serie B, que la hace entrañable dentro de su brutalidad. Marca de la casa Rodríguez, por otro lado, que sigue combinando con desigual acierto y mucha maña sus pastiches de bricolaje y fantasía digital. Sin City fue, y sigue siendo, su cima, y Spy Kids su más triste creación, con permiso de Machete, otra de sus nada insignes franquicias, a las que se unirá la actual, ya que el film se cierra como si de un capítulo se tratara para garantizar una más que segura continuación.
El imaginario es abigarrado y decadente, de propuesta elemental pese a su alambicada apariencia, que se queda en fachada argumental, y mezcla de otras muchas y eclécticas distopías apocalípticas más o menos recientes: Rollerball, Robocop, Terminator, Acero Puro, Inteligencia artificial y, si me apuran, hasta la reciente Chappie. Todo ello narrado con una voluntaria precipitación, yendo al grano y sin más preámbulos que una mínima presentación de personajes que, al cuarto de hora escaso, ya se ven inmersos en la trepidante y violenta, aunque básica aventura que centra la trama, mitad deportiva mitad criminal. Todo ello aderezado con un sentido del espectáculo más de videoconsola que de pantalla panorámica, e interpretado con convicción por un Christoph Waltz inesperadamente tierno y una digitalizada Rosa Salazar, que consigue empatizar emocionalmente con el espectador pese a su esencia ciberpunk.
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