Prometheus (2012) anticipaba con enorme retraso lo que podía llegar a ser la franquicia, cosa que ya sabíamos todos desde que nos presentaron al octavo pasajero allá por 1979. Alien: covenant (2017), en cambio, es una secuela de la precuela (aunque también precuela del clásico en sí misma), donde se nos muestra el inicio de todo. El principio de la amenaza exterminadora de esas bestias parásitas del espacio que a día de hoy se las han visto ya hasta con los Predators de Shwarzenegger, pero esa es otra historia.
La actual consiste en un megalómano proyecto prometeico – no en vano se cita a Mary Shelley-, a resultas del cual, pasados los años, asistimos a las obsesiones creativas, biológicas y evolutivas de un sintético sin corazón (en sentido figurado y anatómico, por supuesto) que ha decidido ir por libre. Vemos aterrados los primeros partos torácicos, que tanto nos impresionaron –aunque nunca como a John Hurt-, y también luchas icónicas en muelles de carga con vistas al universo, que siempre pensamos que una Transformer galáctica como Sigourney Weaver había librado en exclusiva, pero que visto lo visto no era más que un remedo urdido por James Cameron a costa del primer combate a muerte entre aguerrida mujer militar y voraz monstruo alienígena. Con idénticos resultados, eso sí, y así está el espacio de basura estelar.
En fin, que no hemos avanzado demasiado. Solo sabemos que las ansias colonizadoras del hombre, su ambición, aunque fuera marcada por el reto de la supervivencia, y sobre todo la tozuda insensatez humana, obstinada en jugar a ser dioses, son las verdaderas culpables de que nuestras naves del futuro (que en nuestra cronología fílmica ya son del pasado) estén llenas de bichos. Muy bien hechos, por cierto, aunque ya cansan si no renuevan su repertorio. Tal vez Ridley Scoot debería plantearse explorar nuevos mundos y dejar envejecer con dignidad el que ya inventara hace casi 40 años.
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