Esta crítica podría servirme para hacer un tres por uno con un solo título: Otra vez. Y es que así se resumen tanto “La bella y la bestia” (2017) como “Aladdin” (2019) o la inminente “El rey león” (2019) en sus respectivas versiones en imagen real (carne y hueso, decíamos antes). ¿Son necesarias? La respuesta es no. ¿Son rentables? Mucho. Ergo se hacen y seguirán haciéndolas aunque no haga ninguna falta y no aporten apenas nada. “Aladdin”, concretamente, es un calco de la versión animada, pero visualmente más caótica y menos emotiva y emocionante. Entre otras cosas porque ya nos la sabemos, pero también porque a Guy Ritchie se le da mejor la acción urbana y el esperpento social que la fantasía y la sicodelia digital. Es decir, le funcionan mejor los excesos de su Sherlock Holmes supervitaminado que la parafernalia festivalera de los deseos de Will Smith, por mucho que no haya un genio más genial. Que por cierto, sí lo hay, y era el añorado y muy dibujado Robin Williams, cuyo trasunto animado resultaba más auténtico que este remedo apitufado que, aunque enrollado, resulta demasiado bufón para caer del todo simpático. Aunque hay que reconocer que el ex hombre de negro se mueve con gracia y soltura bollywoodiense cuando se desata, porque de carisma cómico y de ritmo va sobrado.
La cuestión es que, sin sorpresa alguna, pues hasta las partituras y canciones de Menken y Ashman se repiten, la película parece una de aquellas láminas de dibujo de unir los puntos. Transita el mismo recorrido con el mismo resultado que el original de 1992, que sigue teniendo absoluta vigencia entre los niños y jóvenes de hoy, restándole aún más si cabe el sentido a esta producción Disney, que intenta así encontrar su propio camino bifurcándose del de Pixar, para seguir haciendo mucho dinero aunque poco cine.
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