Desde hace unos años cohabitan en las carteleras unos cuantos (buenos) autores europeos que gustan de presentar de manera descarnada las relaciones humanas. En una hipotética ‘corriente nórdica’ destacaría la maestra Susanne Bier (Hermanos), Thomas Vinterberg (La caza) o más recientemente Anne Sewitsky (Siempre feliz). La réplica centroeuropea de ese cine hiperrealista (llamémoslo así) tiene su epicentro en Austria, en una suerte de generación formada por discípulos de Michael Haneke, otro genio en eso de mostrar la vida en crudo. Ahí cabría tener en cuenta a Ruth Mader (Struggle) y, de manera especial, a Ulrich Seidl, director de las notables Import/Export y Dog days y ahora de la trilogía Paraíso: una invitación a asomarse a unas vidas anodina y hasta cierto punto frustradas, las de tres mujeres – madre, hija y tía – con sus deseos, miedos e inseguridades. En la película que inicia la serie, Amor, acompañamos a la protagonista (estupenda Margarete Tiesel) en sus vacaciones keniatas, donde tendrá la oportunidad de hacer turismo sexual y así reflejarse en espejos que le recuerdan lo que es y lo que tal vez le gustaría ser. Quizá la soledad sea el tema central – bien tratado, sin subrayados incómodos – pero por el camino hallamos cuestiones no menos interesantes: el choque cultural Norte-Sur, las contradicciones propias del turismo popular o la insoportable decadencia del cuerpo humano. Todos ellos están narrados con una vocación de acercarse a la ‘verdad’ que roza el estilo documental, con las dosis de sordidez que requiere la historia y con ese punto poético que tiene la fealdad cuando se muestra al natural. Porque en Amor el sexo no es bello, los paisajes – teóricamente idílicos – nos se exponen en modo postal y los personajes, generosos o egoístas, sufren o hacen sufrir. Me atrae ese paralelismo entre lo que ocurre dentro y fuera del resort y me convence el modo en que se maneja lo inevitable de las transacciones ‘comerciales’ cuando coinciden y se relacionan seres del primer y el tercer mundo, por decirlo de manera suave. Estamos ante una película más que correcta que, además, sería reveladora si Laurent Cantet no hubiese hecho Hacia el sur hace siete años.
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