Tras su apariencia inicial de road movie cómica, nada tiene de comedia esta película, más allá de un puñado de situaciones esperpénticas y algunos divertidos clichés basados en esas amistades de toda la vida que uno no llega nunca a entender cómo se fraguaron. De hecho, el fondo de 4 latas, e incluso las formas, son más bien crudas y a menudo dramáticas, aunque siempre edulcoradas con soluciones en más de una ocasión pilladas por los pelos (atención al milagroso ingeniero de Toyota o a la improvisada fuga etílica. Sonrojantes secuencias para olvidar). Una opción casi condescendiente para con el público, que denota una falta de confianza, o quizás de valentía por parte de sus responsables, a la hora de atreverse a plantear un relato menos amable de los que el gran público suele premiar con su asistencia masiva, y que suelen caracterizarse por esos finales felices que compensan la dureza y la amargura del viaje, ya sea éste físico, emocional o metafórico. Unas decisiones narrativas que, en la misma línea, se ven reforzadas por una profusión de planos aéreos tan hermosos como innecesarios. Paisajes desérticos fascinantes y panorámicas urbanas a vista de dron realmente bellas, pero que contradicen el planteamiento más intimista de la historia, que tiene que ver más con el sufrimiento y el fracaso que con la belleza y la satisfacción; o al menos la parte más interesante de la misma. Y precisamente por eso decepciona, porque fondo y forma no acaban de cohesionarse y el conjunto resulta indefinido, casi confuso en cuanto a su género. Y eso que los actores defienden con solvencia un personajes bien dibujados, con los que simpatizas al instante (incluso con un Enrique San Francisco más off que físico), pero que no bastan para dar empaque y solidez a una película algo deslavazada, que disgusta porque podría haber sido magnífica y se queda en un “no está del todo mal”.
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