Un italiano en Noruega

Bienvenidos al norte no estuvo mal del todo. No es precisamente un clásico de la alta comedia francesa, pero tenía su gracia. Y podía haber funcionado en cualquier país, jugando a contrastar estereotipos culturales. De hecho, eso es lo que hicieron los apellidos vascos, después los catalanes y, seguramente en breve, los manchegos, los gallegos o los… Pero se nos adelantaron los italianos en materia de “remakear” éxitos, y se apuntaron el tanto de Bienvenidos al sur. Comedia chusca que solo les gusto a ellos. O al menos eso hay que suponer, pues Un italiano en Noruega parece una secuela no confesa que pretende incidir en la misma línea cómica, construida según el mismo patrón, con idéntico sentido del humor y similares recursos narrativos, que presumiblemente no se hubieran repetido de no haber quedado satisfechos con aquel pastiche. Y el resultado también se repite. Es malo. El tópico campa a sus anchas. El chiste fácil es el motor de la comicidad. Y las secuencias se encadenan como si fueran viñetas, marcadas por ocurrencias tontorronas que se acumulan sin más para conformar un todo que llamaremos película: ahora un funcionario vago y corrupto – y machista, desde luego, que para eso estamos en zona Mediterránea-; ahora un hijo de cada color, porque los nórdicos son muy tolerantes (sic), y por supuesto una boda gay; luego un latino que se tiñe la perilla de pelirrojo para integrarse, lo que escandaliza a sus padres napolitanos, y también una demostración de falta de civismo sureño, pues el susodicho latino toca el claxon en los semáforos y no respeta las colas, algo intolerable en las latitudes polares. Y así vamos avanzando, junto a un histrión insufrible que despliega menos registros que el Barragán televisivo, y una historia incapaz sorprender, a no ser por el hecho de que cada idea supera en estulticia a la anterior aunque parezca imposible.