Tom Hanks se basta y se sobra para sustentar cualquier proyecto que se proponga; y por endeble que éste sea, si su personaje le permite desplegar su irresistible capacidad empática, no tardará en dotar de consistencia el conjunto y, por ende, insuflarle interés a la propuesta, que orbitará a su alrededor imantada por su carisma disipando cualquier otra carencia.
Y eso es exactamente lo que ocurre con su Sr. Rogers, “el hombre más amable del mundo”, según descripción de su compañero de reparto, y que es algo así como un santón televisivo, un gurú del buen rollo, una especie de psicólogo catódico para todos los públicos, capaz de inculcar en la audiencia infantil, y no tan infantil, una filosofía de vida siempre optimista, solidaria y, si me apuran, hasta filantrópica, que se traduce en una actividad vital positiva que contagia a todos cuantos le rodean. Y así, en tono edulcorado y con un ritmo voluntariamente lento, que en algún momento exaspera, la película ,al igual que el programa televisivo que nos ocupa en la ficción, se convierte en poco menos que un barrio sésamo en clave de autoayuda. Lo cual, dicho así, puede parecer un rollo, pero que con Hanks al timón deviene casi trascendente cuando se traslada al apartado de las reflexiones adultas. Siempre explicadas, eso sí, con la sencillez pedagógica de los niños.
En suma, el entrañable señor Rogers no justifica un film por sí mismo, pero Tom Hanks sí. Y eso que es presuntamente secundario. O así al menos lo nominaron al Oscar el pasado año.
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