Tras Julian Assange y su Wikileaks en El quinto poder, solo era cuestión de tiempo que Edward Snowden saltara a la gran pantalla. Los grandes nombres de la actualidad digital, de la nueva era de la comunicación global; los prohombres que marcan el ritmo y el formato de los nuevos tiempos, del hábitat cibernético de nuestra existencia, con sus luces y sombras, logros y controversias, son iconos de la modernidad tan amados como odiados, tan admirados como envidiados. Buen material para una película. También Zuckerberg y su Facebook se convirtieron en una, por ejemplo.
Raro fue que Wikileaks no cayera en manos de Oliver Stone, el hacedor por excelencia de política-ficción en el séptimo arte; pero el espía que robó la información clasificada de la NSA, que puso en un brete a la recién estrenada administración de Obama, que vulneraba masiva y sistemáticamente la privacidad de ciudadanos y gobernantes de todo el mundo, y que luego huyo y sigue viviendo bajo asilo político en Moscú, no podía escapársele al autor de JFK. Y aquí está su película nominal, que bien podría haberse titulado Snowden vs Stone, porque estaban predestinados.
El cineasta se muestra siempre más interesado en la denuncia sociopolítica que en el entretenimiento, y si el film resulta interesante con semejante caudal informativo y su irrefrenable verborrea informática, es porque el autor de Wall Street domina a la perfección la narración divulgativa y todos sus recursos. Aquellos que antaño derivaban en esquemáticos PowerPoints y hoy propician sofisticados resúmenes virtuales, visualmente deslumbrantes como lo sería un spot publicitario. Tan estético como didáctico, tan de su estilo.
Pero Stone no puede evitar ser quién es y cómo es, y su tendencia al subrayado panfletario acaba por imponerse en un final de euforia contenida, de pretendida emotividad empática y comprometido con la justicia social, que casi se convierte en un juicio popular. Aun así, un film interesante.
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