Pacino parece haberse acomodado en una zona confortable y algo conformista, anodina incluso, que le lleva a interpretar personajes a medio gas en películas no especialmente destacadas ni destacables. La pulcra corrección formal de los productos y su indudable oficio al servicio de los personajes, garantizan los mínimos exigidos, pero resultan muy poco estimulantes frente a las expectativas que el actor sigue generando cada vez más por las rentas que por sus méritos recientes. Y Nunca es tarde es otro de esos films a los que nada nos costaría colocar el prefijo ninguneador de tele-filme, y que parece una versión con canciones de su anterior La sombra de un actor, para hablar de la cual podría hacerse un copy-paste del párrafo anterior sin cambiar ni una coma.
Solo hay un rasgo diferenciador en la inconsistente construcción de esta impersonal película. De lo contrario podría ser cualquier otra; una de aquellas emitidas a la hora de la siesta con reconciliación familiar y enfermedad grave incluidas. Pero si no es del todo así es porque aprovecha bien su única fuente de energía, la carismática magia que aún desprende John Lennon, aunque solo sea colateralmente. Gracias a ella desarrolla una curiosa capacidad de hacer pensar al espectador, de implicarlo en el juego, y que se imagine, igual que lo hace el protagonista, ¿Qué haría si recibiese una carta que le escribió John Lennon hace años? ¿Cambiaría su vida? Ese impulso reflexivo, que nos hace sopesar errores, replantearnos convicciones y desempolvar valores que tal vez tuviéramos oxidados, y que a más de uno le harán emocionarse, es lo más interesante del film. Lo único. El resto es inercia con glamour envejecido. Y aquí hay que añadir a la gran Annette Bening, también en piloto automático. La excepción, por supuesto, el excepcional Christopher Plummer.
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