El montaje parece a primera vista -y a segunda y tercera también- una gamberrada disparatada, pero no lo es en absoluto. Contiene en realidad mucho trabajo y una dramaturgia muy elaborada, que poco a poco adquiere sentido, ata cabos e incluso desarrolla una cierta poética triste y melancólica, demostrando que nada está concebido al azar. Todo es muy loco, muy “presuntamente” improvisado, pero está cuidado al detalle y resulta inesperadamente preciso. Tanto como para sacar del caos eficaces y certeros momentos de ternura y hasta de cierto romanticismo friki. E incluso consiguen colar alguna que otra píldora colateral de reflexión social. Ligeras, fatuas y traviesas, pero no por ello menos efectivas en sus aparentemente ingenuas denuncias: incomunicación, consumismo, móviles, Facebook, Trump, etc. Pero con todo, la miga del asunto es clara y sencilla: lo más importante es ser querido, pues una vez te sientes así, ya estás preparado para soñar y ser lo que quieras. Spiderman, por ejemplo.
El espectáculo es una fiesta. Literalmente. La montamos nosotros, el público, al dictado de Diego Ingold (siguiendo las instrucciones de una youtuber –sic-), y para la encantadora Lluki Portas – tan pequeña, tan grande-. Y es un placer hacerlo. Te sientes parte. Así te lo hacen sentir. Dominan el juego y todos jugamos. Y resulta de lo más divertido, a la vez que se convierte en un vehículo para dos buenos actores/creadores que entran y salen de la ficción con frenética convicción, y haciendo gala (sobretodo ella) de un interesante abanico de registros. Yo, por mi parte, una cosa saqué en claro entre risas: pienso invitarlos a mi próximo cumpleaños, y espero que vengan. Al menos para hacer los sándwiches de nutella y foie gras, y cortarlos en triángulos. Yo lo hice en el suyo.
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