Las grandes obras de ciencia ficción o de misterio, ya sean en formato cinematográfico o literario, son siempre aquellas que trascienden del género y nos hablan de temas universales que conciernen a la naturaleza humana. De todo aquello que nos conmueve y nos hace crecer, o cambiar. Blade Runner sería un ejemplo de las primeras, y, de las segundas, las novelas de Simenon o de PD James, donde la resolución de la intriga es absolutamente tributaria de otro discurso, más profundo y esencial.
Este es el caso de esta pequeña obra maestra, Mr. Holmes, donde el buen hacer de un redimido Bill Condon, mucho más próximo a la remarcable Dioses y monstruos que a aquellos capítulos, también monstruosos pero por muy distintos motivos, de la nauseabunda saga Crepúsculo, nos habla de la lucha contra el olvido y la decrepitud y de la ficción como vehículo para la redención. Si en Dioses y Monstruos ese fantástico tándem Ian McKellen – Condon ya reflexionaba amargamente sobre la desolación de una mente privilegiada estragada por el paso del tiempo, ahora la mirada es menos agria, más resignada y melancólica. Condon, ayudado de un como siempre espléndido Mc Kellen (suenan campanas de Óscar), se aplica en deconstruir el mito del famoso detective – y de todos los tópicos que le dotaban de originalidad- para acercarnos a la entraña de un anciano perplejo ante su derrumbe, y sin embargo, aún vivo y lúcido, y que intenta dirimir si, a fin de cuentas, la ficción no acabará resultando un inestimable aliado para aliviar la crudeza de la vida. Laura Linney, por quien confieso mi debilidad, está simplemente perfecta en su ingrato papel de contrapunto sensato y práctico, como madre de un adolescente al que Holmes tutela. La fotografía, que se convierte en un personaje más, es el tercer puntal de esta pequeña joya, recreando a la perfección la atmosfera crepuscular de la desmitificación del personaje para acercarnos al hombre. A nosotros. A todos nosotros.
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