Ya no sé dónde estoy, ni por dónde vamos. Me viene justo saber si me hallo en territorio Marvel o DC – no soy un gran lector de cómics-. Pero es que es tal el caudal de superhéroes que invade las pantallas, y tan variadas sus combinaciones y permutaciones en pos de salvar el mundo – ¡hay que ver cuanta gente lo amenaza!-, que lo importante no es saber quiénes son, ni cuáles sus poderes, ni qué me cuentan esta vez, sino dirimir si aún estoy interesado en que me expliquen algo estos señores enfundados en licra metrosexual. Y la verdad es que la respuesta es como mínimo tibia, indiferente. Y no porque esté saturado de superhéroes de cómic, que lo estoy, sino por la cansina sensación de ver una y otra vez la misma película hecha en serie sobre patrones prefabricados, que aburren por reiteración y una falta absoluta de sorpresas. Un continuo déjà vu, algo así como un apocalíptico día de la marmota supervitaminada, que siempre acaba igual – ¿cuántas veces habrán reconstruido ya Metrópolis y Gotham?-, y que ya no entretiene a nadie solo por lucir una imponente factura visual. Un millonario alarde de efectos especiales que se superan día a día, y que solo pueden competir entre ellos. ¿Qué fue más espectacular la última de Los Vengadores o esta Liga de la justicia? Una competición de aquellas de a ver quién la tiene más larga – me permito aquí citar a Superman y a Flash, nada menos-, y que justifica plenamente que DC haya fichado para sus últimos rounds a Zack Snyder. Un auténtico maestro de la filigrana digital, que un día fue brillante y hoy es aburrido, pero que ni antes en 300 y en la formidable Watchmen, ni tampoco ahora en sus últimas colaboraciones con el Hombre de acero, le ha importado lo más mínimo el contenido, haciendo siempre del portentoso envoltorio su razón de ser. Y eso es muy pobre si hablamos de cine.
He hablado poco de la película, lo sé, pero es que está repetida, ¿o no?
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