Hay películas que dejan al margen al espectador, pero le invitan a convertirse en espía cómplice de la realidad narrada como si la presenciara a través del agujero de la cerradura, testigo de una cotidianeidad espontánea de la cual no forma parte, pero con la que llegará a empatizar por pura e indiscreta proximidad. Y eso es lo que nos ofrece Valeria Bruni Tadeschi en La casa de verano, una particularísima comedia dramática, suerte de versión estrafalaria y metacinematográfica del clásico televisivo Arriba y abajo, donde el servicio convive no con una familia de aristócratas sino de devastados artistas, lánguidas sombras de lo que fueron por todo tipo de frustraciones y traumáticas experiencias socio-laborales, familiares y/o sentimentales. Todo en un tono a la vez grave y despreocupado, hilarante y a ratos onírico, tan cínico como crítico, y por momentos íntimo pero también operístico, donde el público nunca acaba de saber por dónde van los tiros, ni si tomarse muy en serio lo que pasa, si sufrir con ellos o despreciar a unos personajes que resultan patéticos, insufribles o deleznables para, a continuación, mostrar su enternecedora fragilidad, capaz de estremecernos y hasta de identificarnos. Y no es fácil transmitir tantas y tan contrapuestas sensaciones y emociones, por lo que habrá que reconocer que la directora y guionista ha sabido confeccionar un mosaico humano tan peculiar como interesante, aunque finalmente pierda buena parte de su atractivo al convertirse casi en caricatura cuando fuerza demasiado los desenlaces de las relaciones y alarga en extremo un metraje innecesario de más de dos horas.
Para lúcidas locuras o demenciales corduras mejor recuperen Locas de alegría (Paolo Virzi), que la propia Bruni Tadeschi protagonizó hace apenas tres años, y que en un tono similar resultaba una propuesta más convincente.
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