Mucho se ha hecho esperar Benito Zambrano para volver a las pantallas, y para hacerlo, ocho años después de La voz dormida, vuelve a la postguerra inmediata de la España franquista, desolada, herida, árida y cruda, donde no se vive, se sobrevive y a duras penas. Y para mostrar aquel pasado desgarrador, desde la perspectiva humana, no ideológica, elije una fórmula híbrida de cuento moral en clave de western ibérico, o viceversa. Un relato devastador sin apenas diálogos ni acción, donde es la intensidad emocional la que marca el ritmo e impone el tono, sin concesiones y con un mínimo resquicio de esperanza filmado a la antigua usanza johnfordiana, a contraluz del crepúsculo, a caballo, camino de un horizonte incierto tras sobrevivir a un día más en el infierno cotidiano de un país sin nada.
Para un desafío narrativo como éste, que descarga además buena parte de su peso dramático en un actor infantil, Zambrano apuesta sobre seguro, y le cede los mandos a un colosal Luis Tosar, siempre sobrio y sólido, capaz de insuflar ternura a la tosquedad de su personaje, cordura a la sinrazón de la desesperación, y la mesura necesaria al relato para que resulte más ejemplarizante que maniqueo, aunque la pura lógica dramática incline sin dudas la balanza de nuestras simpatías.
Intemperie es una película necesariamente lenta, una polvorienta road movie que avanza a pie, una persecución más dramática que vertiginosa, donde el corazón duele más que las extremidades. No hay acción, pero tampoco descanso. La injusticia puede ser extenuante, y así lo vivirá el sobrecogido espectador que sorprendentemente, y sin saber muy bien cómo, establecerá conexiones con un presente que tampoco resulta demasiado halagüeño.
Javier Matesanz
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