Es difícil hablar mal de El silencio del pantano porque, uno por uno, la práctica totalidad de sus ingredientes son notables. En cambio, en el conjunto hay algo que no funciona, que no convence, y deja al espectador insatisfecho – o tal vez sea más preciso decir confuso- después de una ajustada hora y media de buen cine de género; bien rodado, interpretado con inquietante convicción (aunque algo más forzada que de costumbre Carmina Barrios), ambientado con acierto para sacar partido dramático a las localizaciones, y con una intensidad del todo efectiva, pese a resultar algo impostada, probablemente por exigencias de un guión que nos guía por imbricados vericuetos que transitan indistintamente realidad y ficción (metaficción literaria, en este caso). Pero la experiencia no es completa. Algo falta, más que falla, y es complicado establecer el qué. O quizás sobre, paradójicamente, pues aquello que vertebra la intriga y que nos sumerge en la trama no es demasiado original en realidad, y seguramente es el exceso de referentes con los que comparar lo que reste personalidad y valor a la cinta.
Marc Vigil demuestra en su debut que tiene madera para obrar buenos títulos en el género de la ficción enrevesada y siniestra. Sabe manejar los tiempos y el ambiente, y dibujar personajes (Pedro Alonso y Nacho Fresneda ayudan, desde luego). Algo que ya ha demostrado en televisión, pero que en pantalla grande ha plasmado de una forma más austera y rotunda, áspera y cruda, un poco en la línea de la corriente renovadora del thriller hispano, que de este modo se aleja de los modelos yanquis con grandes trabajos con denominación de origen como lo fueron La isla mínima, Grupo 7, Tarde para la ira, Cien años de perdón o Que dios nos perdone, entre otros.
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