Aunque el argumento del film bien podría haber sido hace setenta años el de una de las brillantes películas de Frank Capra, lo cierto es que no lo es. Tiene su punto moralista, y sensiblero, y aparentemente sus planteamientos son de lo más elementales. Pero Capra tenía magia, y un dominio del melodrama que, aun cayendo a menudo en lo cursi, o casi, remontaba cualquier situación empalagosa a base de emociones sinceras y convincentes, amables y enternecedoras, pero a la vez críticas y reprobadoras. Y El doctor de la felicidad no está a la altura. Se queda a las puertas del universo del genio que alumbró a Juan Nadie. Sin su mordiente, sin su relevancia ni su poesía para recorrer la geografía moral y sentimental de los personajes. Por poco no cae en la parodia de su referente, y eso hubiera neutralizado la película en su totalidad. Algo que no pasa, por suerte, aunque resulte un film bastante postizo e insignificante. Entretenido en algunos sus fragmentos más logrados.
Es algo así como una parábola del buen ladrón, que sigue los pasos de un antiguo estafador, un charlatán, que se hace pasar por doctor y tima a todo un pueblo, a sus habitantes sanos, haciéndoles creer que tienen enfermedades. Es decir, convirtiéndoles a todos en entregados hipocondríacos, para luego sanarlos de afecciones invisibles a cambio de pingües beneficios, y ganarse así su cariño y su confianza hasta el punto de ser aclamado y defendido por todos cuando finalmente es desenmascarado. Un buen material para urdir un cuento, rodar una versión masculina de Amelie o nutrir la inspiración de un redactor de mensajes de galletitas chinas de la fortuna, pero que en manos poco imaginativas y muy convencionales acaba por ser un telefilme bienintencionado y de evanescentes resultados, que no serán recordados por más que Omar Sy se esfuerce en subrayar histriónicamente todos sus gestos.
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