El dictador

Hacer el tonto está muy bien. Y si además tienes gracia, mejor que mejor. Sobretodo para tus amigos. Pero hacer una película con esa única premisa ya es un poco demasiado. Demasiado pobre, digo. Y si encima no consigues arrancar ni una triste carcajada, y apenas tres o cuatro sonrisas condescendientes o benévolas, rayanas en la vergüenza ajena, entonces podemos hablar abiertamente de fracaso. O de ‘El dictador’. Dos palabras sinónimas en este artículo gracias a Sacha Baron Cohen.

‘Borat’ fue aire fresco y gamberro para un género como el de la comedia, que se había acomodado en el almíbar romántico de beso, simpatía y final rosa. ‘Brüno’ evidenció los primeros síntomas de reiteración, perdió espontaneidad y su artificiosidad resultó al final algo cargante. Aunque a golpe de disparate funcionaba como divertimento incorrecto. Pero ‘El dictador’ es insufrible. Una estupidez. Gratuitamente grosera, faltona, estrambótica y de torpe construcción. Jugando a la parodia se queda en grotesca caricatura de si misma. No tiene ritmo cómico ni sentido alguno del espectáculo. Ni visual ni humorístico. Es una exhibición idiota del protagonista, que chupa cámara hasta el empacho sin nada que ofrecer. Sin guión al que agarrarse. Nada de lo que dice o hace tiene interés alguno. Y desde luego todo es tan previsible como el orden de un menú barato.

La película convierte el trailer en un prodigio del humor. Créanme, incluso si les convenció algún chiste de la promo, en el largo lo estropean. Asombroso pero cierto. Y no han visto el gag de la vagina telefónica. Antológico. ¡Qué cosa más mala, por Dios!

Sin duda, ‘El dictador’ sería una firme candidata a la peor película del año, pero no sé yo si esto puede considerarse una película.