El cartógrafo del gueto de Varsovia. Esa es la leyenda que inventó Juan Mayorga para volver a hablar de la vida, de la memoria, de la injusticia, de la barbarie, y de la importancia de la cultura y los recuerdos, de la dignidad humana. Una historia preciosa, que bien podría haber sido cierta, aunque no lo sea, o al menos no del todo. La de una niña y su abuelo cartógrafo, recluidos por los nazis en su precariedad social –un poco a lo Anna Frank-, y a quien ella va dictando la realidad que ve en sus paseos, en sus incursiones urbanas, para que éste trace un mapa de vida y muerte, pero sobretodo muerte, de lo que fue la represión de Polonia a manos del fascismo hitleriano. Una metáfora existencial hermosa y tan precisa como lo sería un trabajo cartográfico, que habla de emociones, de frustraciones, de miedos e ilusiones, e incluso de la necesidad de reír, y de soñar, y de amar, y a la fuerza también de odiar. Un retrato del alma en tiempos de guerra y miedo, escrito y dirigido en rojo, como las pasiones y también la sangre, por Juan Mayorga, que brinda en bandeja a sus dos superlativos protagonistas un maratón interpretativo, donde encarnan a una docena de personajes y despliegan todo recurso habido y por haber. Incluido el mimo, tal vez la mejor manera de representar el horror y la desesperación, o de darle forma al tiempo; el que se va y el que está por venir. Y se atreven con todo, incluso con la verdad metateatral, ante la imposibilidad de falsear el dolor, de interpretarlo sin padecerlo, que les lleva a romper la cuarta pared y la ficción, y hablar, hablarnos como Blanca Portillo y José Luis García-Pérez, incapaces de meterse en la carne de víctimas y verdugos por un momento. Reconociendo la incapacidad humana de imaginar y transmitir tanto dolor, tanta maldad. Impresiona ese momento. Como la obra, teatralmente desnuda, pero intensa. Tanto es el peso de la verdad, que no necesita nada más.
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