Son muchos los años pasados desde que leí El resplandor, y casi tantos desde que vi El resplandor, lo cual me imposibilita para juzgar con precisión niveles de dependencia o de coherencia respecto a sus antecesoras. Lo que sí es evidente al ver Doctor sueño es que Mike Flanagan está en todo momento muy pendiente de la alargada sombra del King original y el Kubrick irrepetible, y su secuela fílmica acaba por parecer un híbrido que rinde pleitesía a sus referentes sin aportar apenas nada. Sus vapeadores de dolor y miedo se convierten casi en un remedo vampírico de True Blood intercalado con calzador en los resplandecientes territorios del terror originario. Y es así hasta el punto que parece más una oportunista operación comercial para recuperar éxitos añejos, que la adaptación de un interesante texto original. Es como si el director quisiera asegurarse de que nadie olvida los insignes orígenes del proyecto para garantizar la relevancia del producto actual. Algo que resulta especialmente patente en el lúgubre repaso al abandonado hotel Overlook, que parece una visita guiada por un parque de atracciones del terror kubrikiano, y roza lo vergonzante, por no decir paródico, en las apariciones de quien fuera Nicholson y hoy es un trasunto de todo a cien.
Y con todo ello no quiero decir que el film no esté bien rodado – tiene escenas muy inquietantes y algunos hallazgos visuales interesantes-, e interpretado con tesón dramático por un Ewan McGregor algo desgastado. Pero es que el conjunto es un quiero y no puedo recuperar laureles de antaño, que a la postre solo sirve para aclarar al espectador qué era eso de resplandecer. Algo que los lectores tenían claro, pero que Kubrick no acabó de matizar.
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