En qué momento nos olvidamos de ser niños, de lo que fuimos, y nos convertimos en adultos incompatibles con la fantasía, con los sueños, con la felicidad auténtica que suele brindar la ingenuidad infantil, preocupados solo por “lo importante”, que a todas luces no lo es tanto, si tenemos en cuenta que nos resta tiempo para disfrutar de lo que realmente amamos. Esa es la reflexión de Christopher Robin. Un cuento moral hermoso, tierno, dulce y divertido, que recupera para el cine el mundo de Winnie the Pooh. Aquel osito tontorrón y glotón, con poco cerebro y gran corazón, que con sus amigos de trapo compartió la infancia de un niño que inevitablemente se hizo mayor y les olvidó. Ese niño era real. El hijo del creador de los personajes, que de este modo quiso garantizar con la imaginación la felicidad de su vástago.
Y todo ello, en formato de cuento íntimo de alcance universal, ha sido retratado con delicadeza por Marc Foster, que cambia así radicalmente de registro tras su Guerra Mundial Z, y que ha optado por una narración de lánguida comicidad, de aventuras sencillas, más sentimentales que físicas, y fotografiadas con una palidez cromática que evoca casi el blanco y negro de las ilustraciones de tinta a plumilla de los libros originales de Alan Alexandre Milne.
Un conjunto, a mitad de camino entre la procacidad grosera del osito Ted y la bonhomía almibarada de Paddington, por establecer comparativas con otros peluches fílmicos de la misma especie, que se apoya en el adecuado trabajo de Ewan McGregor. Un actor que recupera el rol fantasioso que encarnó para Tim Burton en Big fish, y ofrece así el equilibrio ideal entre resignación, frustración y abnegación, que le convierte en el perfecto hombre gris que necesita recuperar el color de su vida pasada para volver a sonreír, y recordar que “Hacer nada puede llevarte al mejor de los algos”.
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