Bittersweet days

Bittelsweet days es una película pequeña, y esa es su mayor virtud, pues según ese baremo ajeno a trascendencia alguna debe ser contemplada, juzgada y disfrutada. Y es que su falta de pretensiones la hace cercana, espontánea, amable; y la aleja de cualquier ínfula, que hubiera dado al traste con un proyecto que de tan personal resulta íntimo. Es casi un corto de larga duración. Con dejes amateurs, pero también con aciertos de mucho mérito. Un trabajo en equipo, y un equipo de amigos haciendo posible el trabajo. Incluso ella, Marga Melià, se permite un cameo. Y se lo pasan en grande – se nota y se agradece- dándole forma a reflexiones personales, tal vez generacionales, sobre el amor y el sexo, sobre la vida en común, sobre el desencanto, incluso sobre el mercado laboral, tan complejo, y tan determinante también en lo personal. Pero sin profundizar mucho. No va por ahí el film, que siempre está más cómodo en la superficie, en lo ligero; para qué complicarse la vida. Un pasatiempo, y punto. Comedia romántica y agridulce que va al grano. Sin rodeos. Las cosas claras. Tanto, de hecho, que el guión resulta redundante en algunos pasajes, con innecesarios subrayados sentimentales, en forma de diálogos, que ya eran evidentes. Para dejarlo más claro, debió pensar la directora, que prefiere mostrar a sugerir. No exige grandes esfuerzos al público, pues no intenta innovar, ni epatar, ni dejar huella estilística alguna, sino entretener y hablar de lo que a ella le gusta y le interesa. El amor, desde luego, en su valiente vertiente del desengaño, pero también de la amistad, o el cine y la literatura, que unen a los personajes en esta humilde y discreta Dolce vita a la mallorquina. Bien interpretada, por cierto, por la pareja protagonista, que en clave naturalista consigue ese tono adecuado y cómplice que marca el film.