Poco tienen ya que añadir las películas sobre tiburones. Nada nuevo, al menos. Imposible darle más vueltas a la tuerca de los escualos. Hasta Michael Phelps se ha hecho viral en la red recientemente compitiendo contra un tiburón, por si faltaba alguna combinación. Perdiendo por segundos, por cierto. Y tal vez sea por eso que A 47 metros ha intentado darle la vuelta a la tortilla subacuática y, aunque son la amenaza constante e inminente, e incluso el punto de partida argumental, la presencia de los tiburones en el film es casi incidental. Un ingrediente más de este deep blue thriller, que provoca más claustrofobia submarina que miedo, y que apuesta más por el suspense que por el terror. Lo cual se agradece.
La película está muy bien hecha. Es del todo eficaz. Ni brillante ni original ni demasiado imaginativa, además de poco creíble en muchos aspectos -demasiados-, pero nunca aburrida y siempre inquietante. Un film minimalista que le saca todo el partido posible a sus pocos recursos y a sus escasas posibilidades dado el planteamiento. Y eso, se mire como se mire, computa en el capítulo de méritos, aunque no deje de ser algo pobre el conjunto del producto.
Se agradece enormemente que no canten los animatrónics (por inexistentes), que hubieran sido necesarios de haber ambicionado jugar en otras categorías hollywoodienses. Otro tanto a favor de la humildad de sus hacedores, que se muestran tan prácticos como honestos y hábiles en el uso de sus limitadas opciones. La ambición sin recursos, y no digamos ya la megalomanía, suele ser la perdición de los mediocres con ínfulas. No es el caso. Y el resultado, de unos muy ajustados y adecuados 87 minutos, es un entretenimiento muy digno, de esos que se estrenan desconsideradamente en verano para fomentar la psicosis marina, y que no dejan huella porque tampoco lo pretenden. No está mal.
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